PARTE CUATRO
-¿Quién eres tú? ¿Qué quieres, que te pones donde no te invitan? - Gritó un joven, señalando en dirección donde estaba el misterioso hombre.
En la extensión del techo del dormitorio del ático se podía adivinar una sombra más oscura que el cielo sereno de la noche. Había aparecido de la nada, sin hacer ruido, sin nadie darse cuenta como se había encaramado allá arriba, como si fuera un espíritu surgido... no se sabe bien de dónde.
Este, sin decir nada, dio un salto muy poderoso y cayó con potencia, clavando en el suelo una rodilla y el puño que tenía libre para equilibrar la caída. Se levantó una nube de polvo por el choque, como si hubiera caído una gran roca proveniente de los más altos los cielos. Se puso de pie, lentamente, pero con firmeza, quedando entre el gentío y la familia. Todo el mundo se quedó muy sorprendido, durante unos instantes nadie osaba decir una palabra hasta que empezaron a parlotear entre ellos.
Uno de los hombres que formaban parte de la multitud continuó caminando hacia la casa, con una antorcha en una mano y una pala en la otra, sin hacer caso de la presencia de aquel enigmático hombre surgido de entre la oscuridad. El tiempo de abrir y cerrar los ojos el misterioso hombre desenvainó una de las espadas cortas que llevaba cruzadas en la espalda. Era delgada, de dos palmos de largo, dos dedos de ancho y la hoja muy afilada. La puso a la altura del cuello de aquel hombre que se atrevía a desafiarlo, con la afinada hoja frotando ligeramente la piel de tan vital parte del cuerpo de aquel osado, que le obligó a frenar en seco su avance.
De entre la multitud surgieron gritos, algún chillido... El sonido del metal de la espada rozando la vaina, el latido del corazón acelerado de aquel hombre que notaba la hoja fría y afilada de la espada en su garganta y, de repente, el silencio...
-Marchad, dejad tranquilos a esta familia.- Dijo con voz profunda, autoritaria, provocando al grupo de gente sin apartar la mirada para protegerse de movimientos sospechosos.
Esperando la reacción de la multitud, no movió ni un músculo de su cuerpo, ni cuando el hombre de la casa atacada suplicó que no les hiciera daño.
-¡Por su culpa ha caído una maldición terrible al pueblo, tienen que irse! - Gritaba un joven mientras señalaba con un palo en la familia.
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