PARTE TRES
La multitud llegó a la última casa de las afueras del pueblo y tomaron el pequeño camino que llevaba hacia la valla que definía la propiedad, cruzaron la puerta y se dirigieron, decididos y enojados, hacia el portal de la humilde casa.
Antes de que llegaran a la puerta, ésta se abrió y salió un hombre de mediana altura y edad, con unas fuertes facciones en el rostro y aparentemente tranquilo, pero con el miedo de saber que corría peligro circulando por dentro de su cuerpo. El grupo se detuvo de golpe y empezaron a parlotear entre ellos.
-¿Que habéis venido a hacer aquí, en mi casa? - Preguntó aquel hombre con actitud serena, pero con la voz temblorosa que delataba su conocimiento de la existencia de peligro.
-¡No os queremos aquí! ¡Desde que llegasteis al pueblo nos ha caído encima la desgracia! - Gritó uno de los hombres que estaba al frente del grupo. El resto de gente se puso a vociferar a su favor.
-En los campos aparecen las serobynaks donde menos te lo esperas, devorando todo lo que encuentran a su alcance: animales, hombres, niños...- exclamó una mujer menuda y de constitución grasa. -Ahora también salen en los jardines de las casas. Es el fin, los dioses nos castigan por vuestra culpa.
La situación empeoraba por momentos. La tensión impregnaba el aire que se respiraba y la multitud se mostraba cada vez más exaltada. El hombre que había salido de la casa ya no sabía dónde mirar, unos temblores comenzaron a recorrer su cuerpo y una corriente de aire frío pasó por su nuca, consciente de que la gente se estaba descontrolando.
-¡Fuera! ¡Marchad, o quemaremos la casa! - Gritaron todos a la vez, levantando las antorchas en alto.
El silencio se hizo presente cuando de la casa salieron una mujer con dos niños pequeños, cogidos fuertemente de la mano, con la mirada asustada y esperando la protección de quien los debe proteger.
-No nos hagáis daño, nosotros no tenemos la culpa de nada de lo que pasa.- Dijo el hombre de la casa, mirando a su familia y haciendo gestos para intentar convencer a la gente.
-No os haremos daño si abandonáis ahora mismo estas tierras y os llevéis la maldición con vosotros.- gritaron varios.
-Pero nosotros no sabemos nada de ninguna maldición, sólo somos comerciantes de especias.- Respondió el hombre abrazado a su familia.- Escuchad, cogedme a mí y haced lo que queráis, pero a mi mujer y a mis hijos no, por los dioses os lo ruego.
Dos hombres con antorchas y palos comenzaron a caminar hacia la casa, con la vista puesta en el hombre que cogía fuertemente a su familia, en un acto reflejo de protección. Al ver como se acercaban cada vez más aquellos dos hombres, cerraron los ojos para no ver el fin que les esperaba.
Se sintió un ligero y breve silbido y, a continuación, dos flechas se clavaron en el suelo, justo delante de los pies de los dos hombres que avanzaban decididos a quemarlo todo, lo que les hizo detenerse de golpe. Todos alzaron la vista y la fijaron en el tejado de la casa, que es de donde habían salido los proyectiles y vieron la figura de un hombre con un astellab en la mano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario